El precio oculto de nuestras pantallas - Adriana Páez Pino

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La semana pasada, en este espacio de “Descubriendo la IA en el trabajo”, hablé de Macanal, del embalse, del agua y de las decisiones silenciosas que definen cómo habitamos un territorio. Hoy quiero extender esa reflexión a otro territorio que habitamos todos los días, casi sin darnos cuenta, nuestro entorno digital.

Así como una cuenca hídrica concentra las decisiones de muchos actores autoridades, empresas, comunidades, usuarios finales, nuestro ecosistema tecnológico concentra intereses que no siempre están alineados con nuestro bienestar, nuestra atención o nuestra autonomía. En Macanal la pregunta era quién cuida el agua. Aquí la pregunta es quién cuida nuestros datos, nuestra atención, nuestro criterio.

Durante años nos prometieron una tecnología “ambiental”: discreta, integrada, casi invisible. Casas inteligentes que nos simplificarían la vida, pantallas que aparecerían solo cuando las necesitáramos, asistentes que nos ayudarían a concentrarnos en lo importante.

Una especie de Star Trek cotidiano, donde la tecnología estaba al servicio del humano, no al revés. La realidad que estamos viendo es otra, refrigeradores que venden, pantallas que interrumpen, autos que promocionan, asistentes que empujan suscripciones. Un entorno que no se esconde, sino que se impone. Un territorio digital donde la lógica dominante no es el cuidado, sino la extracción de datos, de tiempo, de atención.

En Macanal, mirar el agua obligaba a preguntarse por el modelo de gestión. En el entorno digital, mirar nuestras pantallas debería llevarnos a la misma incomodidad:

¿Quién diseñó este paisaje? ¿Con qué incentivos? ¿Y qué impacto tiene sobre la forma en que pensamos, trabajamos y confiamos?

Cuando la “computación ambiental” dejó de ser promesa y empezó a ser negocio

La computación ambiental nació con una buena idea dispositivos discretos y conectados, integrados al entorno sin interrumpirlo. Tecnología que se adapta a nuestras dinámicas, aparece cuando la necesitamos y se retira después. Casas, oficinas y ciudades con sistemas útiles y silenciosos, menos invasivos que la lógica de una pantalla siempre encendida.

En la práctica, la ecuación cambió. Muchas empresas apostaron por convertir cada superficie en un canal permanente de monetización. La pantalla ya no solo sirve a quien la usa, sino también a quien la programa. Dispositivos que empiezan a mostrar anuncios, sugerencias “recomendadas”, contenidos patrocinados; servicios por suscripción donde, aun pagando, no controlamos del todo qué vemos; equipos “inteligentes” sujetos a cambios remotos y actualizaciones forzadas.

Ese giro tiene consecuencias directas. No hablamos solo de “publicidad de más”, sino de un entorno condicionante, la información llega filtrada por intereses comerciales, las interfaces priorizan retenernos antes que aclarar, y la promesa de simplificar la vida convive con mecanismos que interrumpen y empujan al consumo. Lo que se presentó como tecnología integrada con naturalidad se ha convertido, en muchos casos, en una infraestructura de distracción que incide en nuestro tiempo, nuestros hábitos, nuestra relación con el espacio físico y en los recursos necesarios para mantener este paisaje siempre encendido.

Vivir rodeados de pantallas

Cuando normalizamos este paisaje de pantallas encendidas, notificaciones constantes y dispositivos “inteligentes” hablando entre sí, tendemos a verlo como comodidad o moda tecnológica. Primero, el impacto en cómo habitamos el día. Pasamos de tener momentos claros de conexión y desconexión a vivir en estímulo permanente, televisor que sugiere algo más, celular que vibra, reloj que avisa, asistente de voz que irrumpe con un mensaje. No son interrupciones aisladas, es una arquitectura diseñada para que casi nunca haya silencio. Eso afecta concentración, descanso, calidad de las conversaciones y atención al espacio físico. El entorno digital compite con el real y muchas veces gana por insistencia, no por relevancia.

Luego, el ruido mental. El flujo continuo de mensajes, alertas y contenidos “personalizados” va moldeando qué sentimos urgente y qué creemos que nos falta. No hace falta exagerar, muchas plataformas no buscan nuestro equilibrio, sino que no soltemos la pantalla. Un entorno que premia la respuesta inmediata entrena la mente para la fragmentación, cuesta más sostener una idea, leer en profundidad, pensar con calma.

A esto se suma el impacto ambiental. Cada pantalla y cada equipo en “modo espera” forma parte de una cadena material concreta, extracción, fabricación, transporte, energía, residuos electrónicos. La promesa de eficiencia terminó acompañada por más dispositivos y ciclos de renovación acelerados. Mucha tecnología envejece por decisión de software y termina en un flujo de desechos que casi no vemos.

La ironía es clara, existen sistemas que se presentan como “inteligentes” y “sostenibles” optimizan pequeñas cosas mientras aumentan el volumen total de equipos, consumo y dependencia. Todo nos devuelve a la misma idea el entorno importa. Si el espacio donde trabajamos, estudiamos y descansamos está diseñado para capturar atención y sostener un modelo de negocio permanente, termina moldeando nuestros hábitos, nuestro tiempo y nuestra relación con el planeta.

Qué podemos hacer con este entorno: decisiones que sí están en nuestras manos

Si aceptamos que este paisaje tecnológico no es neutro, la pregunta no es si usamos o no usamos tecnología, sino bajo qué condiciones la integramos. La primera decisión es recuperar margen de elección. No todo dispositivo “inteligente” merece estar encendido en casa, oficina o aula. La pregunta pasa de “¿qué trae de nuevo?” a “¿qué pide a cambio?”. Si incorpora anuncios invasivos, recoge datos sin claridad u obliga a aceptar condiciones desproporcionadas, ya mostró su lógica. Preferir herramientas con controles reales, privacidad visible y menos ruido es una forma concreta de votar con el uso.

También influye cómo organizamos el día. Un entorno que empuja notificaciones y contenidos sin pausa exige poner límites, será mejor silenciar, definir horarios sin interrupciones, reservar momentos sin pantalla. No es solo autocuidado, es recuperar la frase: “aquí decide la persona, no el diseño”.

Otra capa clave es la transparencia. Podemos exigir saber cuánto consumen estos equipos, cuánto duran, cómo se actualizan y qué pasa con sus residuos. No hace falta ser técnico, basta instalar la idea de que la tecnología también debe rendir cuentas. Desde las organizaciones, el compromiso es mayor, criterios claros de compra y uso, elegir equipos que permitan desactivar publicidad, que no dependan por completo de decisiones remotas, que faciliten reparación y no empujen al reemplazo temprano. Eso cuida presupuesto, ambiente y autonomía.

Y al final, el punto central, dejar de asumir que “así viene configurado” significa “así debe ser”. No es nostalgia ni rechazo a las pantallas, es madurez. Cuando empezamos a leer mejor ese paisaje y a tomar decisiones pequeñas pero consistentes, la computación ambiental se acerca un poco más a lo que prometió ser, una tecnología que acompaña la vida, no que la erosiona en silencio.

El dilema honesto

Llegados a este punto aparece la pregunta incómoda, si trabajo, estudio y vida cotidiana exigen estar conectados, actualizados y disponibles, ¿hasta dónde podemos elegir? Cambiamos de dispositivo porque las aplicaciones ya no corren, aceptamos nuevos términos para poder trabajar o acceder a servicios, adoptamos plataformas que ahorran tiempo aunque sumen otra pantalla. Muchas veces no es consumo caprichoso, es supervivencia profesional.

Ahí está el dilema, necesitamos la misma tecnología que cuestionamos.En lo personal, no se trata de culparse por usar IA o dispositivos avanzados, sino de hacer una pregunta simple: “¿Este sistema me sirve a mí o le sirvo yo a él?” Si solo suma ruido o dependencia, hay margen para soltar. Si aporta claridad o ahorra recursos, vale, pero con límites, notificaciones ajustadas, pausas, configuraciones conscientes.

En lo colectivo, las organizaciones, instituciones educativas y equipos directivos pueden decidir no basar su operación en dispositivos con publicidad obligatoria, priorizar herramientas que den control al usuario, no fuercen reemplazos constantes y sean transparentes en datos y energía.

Lo estructural no cambia de un día para otro, pero la suma de estas decisiones marca una línea. No se trata de negar los beneficios de la innovación, sino de reconocer el costo de aceptarla sin criterio. No es solo comprar menos o más, sino decidir mejor qué dejamos entrar, bajo qué condiciones y con cuánto poder sobre cómo vivimos y trabajamos.

Al final, no se trata de elegir entre progreso o coherencia, sino de atrevernos a mirar el costo completo del entorno que habitamos. Así como no podemos hablar de agua sin hablar de gestión, no podemos hablar de tecnología sin hablar de gobernanza, quién decide, bajo qué incentivos y con cuánto espacio para que las personas conserven su autonomía.

No vamos a desinstalar este mundo conectado, pero sí podemos dejar de habitarlo en automático. Leer mejor las condiciones, preguntar más, configurar distinto, exigir otras opciones. Son decisiones pequeñas, pero son nuestras, y marcan la diferencia entre ser solo superficie de captura o ser protagonistas del entorno que estamos construyendo.

Ahora te invito a hacerte una pregunta sencilla antes de la próxima descarga, suscripción o compra tecnológica:

¿Qué le estoy entregando a cambio y quién gana con esta decisión?

Y si lideras equipos, proyectos o instituciones:

¿La tecnología que estás promoviendo cuida a las personas y al entorno, o solo cuida el modelo de negocio de alguien más?

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